Carhué, guardián de la memoria: entre las aguas termales de Epecuén y el latido de la llanura
I. Introducción
Llegar a Carhué es como atravesar un umbral invisible que separa lo cotidiano de lo extraordinario. La carretera se abre en una línea recta interminable, abrazada por la inmensidad de la llanura pampeana. El aire, cargado de un tenue aroma salino, anuncia la presencia cercana de un lago cuyas aguas han sido testigo de alegrías, tragedias y renacimientos. La luz del sol se derrama sobre el horizonte sin obstáculos, bañando la tierra en tonos dorados al amanecer y en rojos profundos al atardecer, como si cada jornada quisiera dejar su firma en el cielo antes de despedirse.
Carhué no es solamente un punto en el mapa; es un corazón que late al ritmo de su historia y de sus aguas. Es la puerta de entrada a las ruinas de Villa Epecuén, esa ciudad sumergida que un día fue joya turística y que, tras décadas bajo el agua, emergió como un monumento a la memoria y a la resiliencia humana. Aquí, cada piedra quebrada y cada muro carcomido por la sal cuenta una historia que combina el esplendor de antaño con la fuerza para reconstruirse.
Pero Carhué no vive anclada en la nostalgia. Sus calles tranquilas, sus plazas arboladas y sus termas activas son testimonio de una comunidad que mira hacia el futuro sin olvidar su pasado. El visitante que llega no solo encuentra un destino turístico; encuentra un lugar donde las emociones se entrelazan con el paisaje, donde el silencio del lago dialoga con el murmullo del viento, y donde el tiempo parece dilatarse para permitir que cada momento se grabe en la memoria.
En las páginas que siguen, recorreremos tres ejes esenciales: la historia de Epecuén, la vida actual de Carhué y el vínculo íntimo que este rincón pampeano mantiene con la llanura que lo rodea. Un viaje que es, al mismo tiempo, físico y emocional, destinado a quienes buscan no solo ver un lugar, sino comprenderlo y sentirlo.
II. Villa Epecuén: historia de una ciudad bajo el agua
Villa Epecuén nació a principios del siglo XX como una joya turística de la provincia de Buenos Aires. Ubicada a orillas del lago homónimo, su desarrollo fue impulsado por la llegada del ferrocarril y por la creciente fama de las aguas saladas y mineralizadas del lago, cuyas propiedades terapéuticas se comparaban con las del Mar Muerto. Pronto se convirtió en un punto de referencia para visitantes de toda Argentina y del extranjero, que buscaban alivio a diversas dolencias y, al mismo tiempo, disfrutar de un entorno natural único.
Durante las décadas de 1920 a 1970, Villa Epecuén vivió su época dorada. Hoteles, balnearios, comercios y clubes sociales se multiplicaban a lo largo de sus calles, diseñadas para recibir a miles de turistas cada temporada. Las familias llegaban en tren con baúles cargados de ropa de verano, preparados para sumergirse en aguas cálidas que prometían bienestar físico y relajación mental. Las postales de la época muestran un pueblo vibrante, lleno de vida, donde el sonido del viento pampeano se mezclaba con risas, música y el aroma de la gastronomía local.
Sin embargo, bajo la aparente calma, la naturaleza mantenía su propio curso. El lago Epecuén, alimentado por una cuenca hídrica de gran extensión, era susceptible a variaciones climáticas y a eventos extraordinarios. La interacción entre la actividad humana, las lluvias intensas y la falta de un sistema de control hidráulico adecuado terminaría marcando el destino de la villa.
En noviembre de 1985, un fenómeno que parecía impensable se hizo realidad: una crecida extraordinaria del lago, provocada por lluvias intensas en toda la cuenca y por desbordes de canales, comenzó a superar las defensas de contención. Primero, el agua avanzó lentamente, infiltrándose en terrenos bajos y humedeciendo las calles más cercanas a la costa. La población, aunque preocupada, aún confiaba en que el nivel descendería como en ocasiones anteriores.
Pero la situación empeoró rápidamente. En pocos días, el agua alcanzó las casas, los hoteles y los comercios, obligando a una evacuación masiva. Familias enteras abandonaron lo que habían construido durante generaciones, llevando consigo apenas lo que podían cargar. El sonido del viento sobre las aguas reemplazó al bullicio turístico, y el reflejo del sol sobre la superficie inundada se convirtió en el nuevo paisaje.
Durante años, Villa Epecuén permaneció sumergida bajo varios metros de agua salada. Las construcciones, atrapadas en un ambiente hipersalino, se fueron desintegrando lentamente, dejando en pie apenas los esqueletos de cemento. Las imágenes de lo que alguna vez fue una ciudad próspera se transformaron en un símbolo de la fuerza implacable de la naturaleza y de la fragilidad de las obras humanas frente a ella.
A partir de la década de 2000, el nivel del agua comenzó a descender lentamente, revelando las ruinas de Villa Epecuén. Lo que emergía no era la ciudad tal como la recordaban sus antiguos habitantes, sino un paisaje fantasmagórico: columnas solitarias, paredes carcomidas por la sal, árboles petrificados en blanco y gris. Esta imagen surrealista comenzó a despertar el interés de fotógrafos, documentalistas y viajeros en busca de lugares únicos.
La historia del desastre, unida a la estética inusual de las ruinas, convirtió a Epecuén en un destino de turismo histórico y alternativo. En 2013, la hazaña del ciclista extremo Danny MacAskill, que recorrió las ruinas en un video que se volvió viral, dio a conocer el lugar en todo el mundo. Desde entonces, viajeros de diferentes países llegan para caminar entre las calles silenciosas, escuchar testimonios de los pocos sobrevivientes y reflexionar sobre el poder de la naturaleza.
Hoy, Villa Epecuén es parte inseparable de la identidad de Carhué. No sólo es un sitio de memoria y resiliencia, sino también un recordatorio de la capacidad de la comunidad para reconstruirse. La localidad se ha transformado en un símbolo de resistencia cultural y en un escenario que inspira tanto la contemplación como el respeto por la historia.
III. Carhué y las termas en la actualidad: bienestar, turismo y comunidad
Hoy, Carhué se presenta como un destino consolidado para el turismo de bienestar y la exploración cultural. Las aguas termales, con sus reconocidas propiedades terapéuticas, siguen siendo el corazón de la propuesta turística, atrayendo a visitantes de todo el país y del extranjero. El moderno complejo termal ofrece piletas cubiertas y al aire libre, spa, tratamientos de fangoterapia y programas de relajación diseñados para diferentes necesidades, desde el simple descanso hasta la recuperación física y emocional.
Más allá de las instalaciones, el entorno natural aporta un valor adicional: el aire limpio de la llanura pampeana, el cielo diáfano y la quietud que envuelve la región crean un ambiente propicio para la desconexión digital y el contacto directo con la naturaleza.
El turismo termal se complementa con propuestas culturales y gastronómicas que permiten conocer la identidad local. Museos como el de Villa Epecuén preservan la memoria de la ciudad sumergida, mientras que ferias y mercados artesanales ofrecen productos elaborados por manos carhuenses: tejidos, cerámicas, artículos de cuero y dulces típicos.
La comunidad ha sabido integrar el turismo a su vida cotidiana de manera armónica. Pequeños emprendimientos familiares conviven con hoteles y complejos más grandes, generando un tejido económico diverso que beneficia a distintos sectores. El visitante no solo disfruta de servicios de calidad, sino que también tiene la oportunidad de dialogar con los pobladores, escuchar historias y comprender que las termas son mucho más que un recurso natural: son un símbolo de resiliencia y de conexión entre pasado, presente y futuro.
IV. Entre historia y leyenda: relatos que nutren la identidad de Carhué
Carhué no solo se define por sus paisajes y sus aguas termales, sino también por las historias que circulan entre sus calles y campos. La memoria oral de la región es rica en relatos que combinan hechos históricos, experiencias personales y leyendas transmitidas de generación en generación.
Entre los más conocidos está la historia de Villa Epecuén, la ciudad turística que quedó bajo el agua en 1985 debido a una inundación. Lo que para muchos fue una tragedia irreparable se convirtió, con el tiempo, en un lugar de peregrinación para quienes buscan comprender la fuerza de la naturaleza y la resiliencia humana. Los restos emergidos de Epecuén, que comenzaron a verse décadas después, se alzan como un monumento silencioso al esfuerzo y la memoria.
Pero también existen relatos más íntimos, como los que hablan de los "milagros" atribuidos a las aguas termales. Cuentos de vecinos que recuperaron movilidad, viajeros que encontraron alivio a dolencias crónicas, e incluso anécdotas de parejas que se conocieron en las piletas y formaron familias en el pueblo.
En las noches de invierno, el viento pampeano parece traer consigo otras historias: las de aparecidos en los caminos rurales, tesoros enterrados por bandoleros del siglo XIX o luces misteriosas que cruzan los cielos despejados. Estos relatos, que oscilan entre lo real y lo fantástico, refuerzan el sentido de pertenencia y alimentan el imaginario colectivo.
En Carhué, cada narración cumple una función: unir a la comunidad, transmitir valores y mantener vivo el vínculo entre las generaciones. Así, el visitante que llega no solo se sumerge en aguas minerales, sino también en un universo cultural donde la historia documentada y la leyenda se abrazan para dar forma a una identidad única.



